martes, 30 de mayo de 2017

botellas

Sentada bajo la sombrilla sonrío y veo cómo Fabrizio, tomado de las manos de su padre, se lanza a nadar. Patalea y patalea, avanza y avanza en las aguas del Caribe, donde los pelícanos se zambullen cerca de la gente en busca de su alimento, y el abrazo del mar, tibio y cristalino, siempre está ahí. En pleno momento de éxtasis, una imagen me aterró: Una botella de plástico en la arena; sin tapa y con el cuello al descubierto, apuntaba al cielo. Y enseguida me acordé de lo que la guía del acuario nos había comentado el día anterior: “Si seguimos así en el 2050 las botellas y los residuos de plástico habrán sustituido a los peces”. No pude evitar la imagen de una cabeza, más que humana, monstruosa, abriendo una boca más grande que la de una ballena, vomitando millones de botellas en pleno mar. Lo que antes podría haber sido una figura legendaria, hoy es en una pesadilla. La botella y su mensaje de amor tirado al mar, con la esperanza de que alguien lo reciba, sufre la amenaza de ser sustituida por la desaparición de los peces, y la nostalgia de un mundo marino que puede llegar a desaparecer, si no tomamos conciencia de lo que está pasando en el mar, y hacemos algo. Me levanté de la reposera, caminé hasta el lugar de la botella, y la tiré a la basura. De camino, fui recolectando otras “flores de plástico y cartón” que los humanos tiramos en la arena, sin pensar en sus consecuencias. Cuando volví a la sombrilla, no me sentía un héroe por haber limpiado apenas un fragmento de playa, pero al menos había puesto “un rezo en movimiento”. Mientras levantaba de la arena pajitas de refrescos, vasos, cubiertos, cajas de cigarrillos, entre otros desperdicios, le pedía a Dios que nos diera la luz para despertar, y tomar consciencia de la gravedad de este hecho, y en lugar de echarle la culpa a Él o Ella, o quién quiera que sea Dios, como lo venimos haciendo durante siglos y siglos, tomar de una buena vez la responsabilidad de nuestras acciones por el mar de nuestros nietos. Para que ellos puedan, algún día, nadar mar adentro. 


miércoles, 24 de mayo de 2017

el mar


Me zambullo en el mar, el agua me recibe como si nunca la hubiera abandonado, su sabor otra vez en el paladar, su tibieza sobre la piel, y un mundo de corales sobre la arena, y un par de peces violetas con aletas transparentes escabulléndose entre las rocas. Me entrego, me dejo llevar hasta el fondo, una infinita gama de turquesas se despliegan en el agua, y el sol, allá en lo alto, atraviesa el mar con una luz del color de los nísperos. Las olas se alborotan por encima de mí. Allá abajo, el silencio es absoluto. No hay nada que lo quiebre. Y es como si hubiera vuelto. Aunque sé que es imposible, aunque en la memoria no quede ni rastro de lo que fue, volví por una fracción de segundo a la placenta de mi madre. No me pregunten cómo porque no lo sé. Pero sí me consta que regresé. Sólo por un instante, más breve que un sueño. Si realmente hubo un lugar en la infancia donde me sentía segura fue en el mar. Podía ser yo misma, libre de miedos, expectativas y frustraciones. El mar con sus olas acaparaba toda mi existencia. Entregarme a él, era irresistible. Dejarme llevar por las olas hasta la orilla, volver corriendo a zambullirme en el agua, una y otra vez, como una danza donde la misma secuencia de movimientos se repite sin cesar. Aquel ritual me hacía sentir libre. El presente se ensanchaba como el horizonte y no había más espacio ni para el “molesto” pasado, ni para el “temeroso” futuro. Del otro lado de la orilla, bien lejos de mí, quedaban las angustias por los deberes de la escuela, por las peleas con mi hermana, por los conflictos cotidianos de mis padres. Y en el presente sólo había espacio para las olas, el gusto a sal, el sol, las risas, los juegos con las primas. El mar es infinito y me recuerda lo finita que es la felicidad. Es sólo ese momento fugaz en el que uno está capacitado para tomarla. Gracias a que es sólo ese momento, es que tiene un valor, un contenido, un verdadero sentido que va llenando la vida casi sin que te des cuenta, como los granitos que se filtran por el cuello de un reloj de arena. Hace unos días me zambullí una vez más en el mar, y volví a sentirme tan protegida como en aquellos momentos fugaces de la infancia, y del otro lado de la orilla quedaron otra vez los miedos abandonados a su suerte: el miedo a no poder, el miedo a fallarle a los que más quiero, el miedo a fracasar, el miedo al éxito. Y cuando los miedos quedaron allá lejos, regresó la confianza, quizá tan fugaz como la felicidad pero persistente. Regresa cada vez para dejarme ser. Es una ola que me sostiene, me abraza, me guía, dentro y fuera del mar.

martes, 9 de mayo de 2017

la música de M


Como gotas pequeñas de agua iban llegando sus mensajes, marcando presencia cada día hasta que me animé a llamarla y contarle algo de mí, algo de mi historia que sin habérmelo propuesto, la hizo llorar. Ese fue el momento en que se atrevió a contarme que se acababa de mudar. Antes vivía con su pareja y ahora en un altillo de una casa antigua muy cerca de Amsterdam. Cada día hace un gran esfuerzo por no perder las ganas de vivir, después de haberse separado una vez más. Las palabras de M, aunque son en holandés, me devuelven sin poder evitarlo, un montón de fotos de mi pasado. Reconozco las veces en que me encontré en la misma situación. Y las personas que en aquel momento se mantuvieron cerca, fueron cablecitos a tierra y un hilo al cielo, indispensables para salir de donde estaba. La Navidad pasada recibí la música de M a través de una amiga, y me gustó tanto que se la agradecí personalmente a M. vía WhatsApp. A partir de ese instante, cada mañana recibo una señal de su parte: una foto de unas esculturas en Oslo, una iglesia colonial en Perú, otras mañanas me envía una nueva canción ejecutada con su guitarra, y yo casi siempre le respondo con otras señales, “gracias”, “qué linda música”, o le envío una foto de Fabrizio o de Delft. Sus señales llegan a veces “con atraso”, eso significa que M está viajando. Además de cantar y tocar la guitarra, es azafata. Hace poco recibí una foto suya en un recital. Se había animado a tocar en público, después de mucho tiempo de no haberlo hecho. “Gracias a ti”, -me escribió debajo de la foto. Y yo pensé, “gracias a ellos”, los ángeles que hicieron posible este intercambio, entre su música y mi oído, entre su historia y la buena voluntad de escucharla, como forma de agradecer lo que se me ha dado, y lo que todavía, se me está dando. 

martes, 2 de mayo de 2017

un retrato a mi padre


A veces se lo veía así, como en la foto que tengo pegada en el vidrio de la ventana, con el semblante tranquilo, una mirada profunda hacia alguno de nosotros, y la comisura de los labios dibujando un gesto a medio camino, quizá entre alguna palabra por decir y un esbozo de sonrisa. Esos eran los momentos en que nos podíamos comunicar. Instancias fugaces en las que mi padre no se sentía atacado por el mundo y se expresaba con un tono de voz azul oscuro, sereno como un mar libre de tormentos, articulando cada palabra con claridad, creando un ritmo ameno en su forma de narrar cada historia. Le gustaba hablar con imágenes, como si escribiera en voz alta. Un día me describió la vida como un bosque y un problema cotidiano como un árbol. “Si te quedás fijo en él, perdés la visión del panorama completo”, -me había dicho y me dejó pensando. “Hay que seguir para adelante, mija, hay que seguir” -me decía. 
En la foto se lo ve con el mate en la mano, sentado en el patio trasero de su casa en La Floresta, tras una luz veraniega, formando parte de un momento que si bien no recuerdo, sí puedo ubicarlo en la época a la que pertenece. Es una foto que le sacó mi amigo alemán Herbert, cuando fue a visitarme a Uruguay hace diecinueve años atrás. 

Empezó a llover. Miles de gotas se acumulan en el vidrio de la ventana. Pero la foto de mi padre queda intacta, resguardada dentro de casa, del otro lado del vidrio, y como si por un segundo pudiera regresar, miro sus ojos y comprendo que el tiempo ha pasado, que la vida es un tejido hacia adelante sin interrupciones; nada ni nadie queda congelado, sólo en la intensidad del recuerdo. Mi amigo Herbert murió hace dos años. Mi padre aún está vivo y naturalmente ya no es el mismo. Tampoco soy la misma. Y a la distancia reconozco los errores que cometí con mi viejo. Se me acabó la etapa en la que creía que sólo los padres son los que se equivocan. Yo, como hija adulta, también le erré muchas veces, y reconocérselo a papá por teléfono, aunque sea para empezar a reparar, me reafirma aún más, el camino que quiero seguir.