domingo, 22 de julio de 2012

roma


I
En un bar cerca de la Fontana di Trevi me acordé de Astérix  cuando dijo que en la época de los romanos el mundo era un pizza, en el centro había una oliva, y esa oliva era Roma. El bar también me hizo acordar a los boliches montevideanos, había una televisión transmitiendo un partido de fútbol, Italia contra España por la copa europea, cuando recién empezaba el campeonato. Justo en el momento en que los tanos hicieron un gol, pasaba una procesión por la calle y un cura con un micrófono rezaba en latín un Ave María.
II
Comíamos un helado de pistacho y limón en la Piazza Navona, sentados frente a la Fontana dei Quattro Fiumi; en los cuatro ángulos de la fuente unas esculturas personifican a los ríos Nilo, Ganges, Danubio y Río de la Plata. En la plaza hay un clima de “eternas vacaciones”, las horas se detienen en ese tiempo barroco instalado en las construcciones, sólo la ropa de los turistas, las cámaras de fotos, los celulares y los ipad nos conectan con la contemporaneidad. La gente se amontona como palomas en los cafés, alrededor de la fuente, cerca de los pintores. Y esta libreta de apuntes y mi lapicera son el “ojo de mi cámara oculta”. Hay un sol agradable, corre una brisa, Chris me pasa un brazo por los hombros. 
Una niña se me acercó y me dijo: “Buona Sera”. Su hermana pequeña estaba a unos pasos detrás de ella. Las dos llevaban unas soleras con un estampado de flores y unos sombreros blancos. La mayor me preguntó qué tenía en la panza. “Un bebé”, le respondí. La más pequeña se acercó a mirar. Su hermana me preguntó si yo tenía un “bambino o una  bambina”; le dije, “un bambino”. Me preguntó si podía verlo; Chris y yo nos sonreímos. La más pequeña dijo que para ver al bambino tenían que abrirme la panza, la mayor se quedó pensando. Al rato, me preguntó si podía tocarlo, y antes de decir algo, su hermana pequeña se adelantó: “No te das cuenta de que está durmiendo”, dijo en italiano, “si lo tocás, podés despertarlo”.
III
En una ciudad donde la contemporaneidad convive con más de 2000 años de historia, y miles de personas vienen a ver sus construcciones y sus ruinas, también quedó la huella del “lado oscuro” del renacimiento italiano. Las fachadas de las edificaciones más antiguas y conocidas, el Coliseo, el Panteón, el templo de Adriano, por nombrar sólo algunas, sufrieron una especie de “viruela” en la época del renacimiento; sus muros están llenos de agujeros, los cristianos les arrancaron sus mármoles lujosos para construir esplendorosas iglesias, camuflando el poder de los dioses paganos, olvidándose de la piedad que Cristo pregonó en su momento. Tampoco se acordaron de él cuando vendieron costosos “pasajes al cielo” para hacer la basílica de San Pedro, una magnífica catedral que aún preserva las obras de Miguel Ángel, Bernini, entre otros artistas geniales de aquella época. Cuadros de Rafael y de muchos otros grandes pintores del renacimiento, esculturas greco romanas, sarcófagos de faraones egipcios, conforman un gran patrimonio histórico, cultural, y artístico que gracias al Vaticano aún se conserva a lo largo del tiempo. Esta es la otra cara de intolerancia. Por eso no creo en la radical separación histórica entre tiempos oscuros y tiempos de prosperidad. Tampoco me convencen las películas que dividen al mundo entre “malos” y “buenos”. Somos como la naturaleza, una mezcla compleja de ingredientes diversos, estamos llenos de matices en continua transformación. “El cielo y el infierno” lo llevamos dentro; a veces se manifiesta más uno que el otro pero ninguno de los dos puede renunciar completamente a su esencia; la muerte de uno implicaría la desaparición del otro. A mí me llevó mucho tiempo comprender esto por mi condición de perfeccionista y todavía a veces me tropiezo con mundos creados por mi mente, que pretenden ser perfectos y por eso se alejan de la realidad. Pero ya conozco el camino de regreso, y cada vez que vuelvo, acepto un poco más mi naturaleza humana, llena de defectos y al mismo tiempo maravillosa, y es en esos momentos donde puedo conectar con una fuente de energía universal que me ayuda a aceptar un poco más, un planeta con virus y bacterias porque sin ellos tampoco habría vida. 
IV 
Cuando el mármol es capaz de transformarse en movimiento, en una tela arrugada o en un cuerpo muerto en los brazos de una mujer, creo que “somos capaces de todo o de casi todo”, y es muy fácil olvidarme de nuestras flaquezas pero llega un momento en que no podemos más, nuestro cuerpo se entrega, nuestro espíritu se cansa, sabe sólo Dios adónde va a parar, y quién no daría hasta lo imposible por caer en un lugar acogedor para morir en paz. Esto es lo que sentí en la basílica de San Pedro frente a la escultura de Miguel Ángel, La Piedad.